Frankenstein cumple doscientos años. Muchas cosas se podrían argumentar contra la novela –escrita por una jovencísima Mary Shelley, no hay que olvidarlo– que, a decir verdad, está lejos de ser una obra maestra: la desmaña narrativa, los personajes más bien planos, los giros inverosímiles y forzados de la trama, todos y cada uno de los lugares comunes de un romanticismo ramplón. Todo en vano, supongo, pues Frankenstein es de esas obras que crean un mito –como Dracula, como los cuentos de Sherlock Holmes– y es inútil ponerse a buscarle defectos literarios.
Uno de los aspectos que más llama la atención es la relación del monstruo con la palabra, el lenguaje y, por supuesto, la literatura. Sorprende la rapidez con que aprende a hablar únicamente escuchando a los labradores a los que espía. Luego, caen de casualidad en sus manos tres libros, que constituyen su única biblioteca. Ni más ni menos que El paraíso perdido de Milton, las Vidas paralelas de Plutarco y el inevitable Werther de Goethe. Con este último se conmueve y se identifica, claro está, y podríamos suponer que ahí descubre la existencia del amor, lo que eventualmente lo llevará a exigir a su creador que le haga una pareja; con Plutarco descubre la historia y, si Werther lo enseña a sentir, las Vidas le enseñan a pensar y el valor de la virtud; El paraíso perdido le sirve como una especie de espejo invertido: él también ha sido creado, pero Adán ha sido hecho a imagen y semejanza divinas, mientras que él es una grotesca caricatura, una aberración de la que su propio padre se arrepiente.
Sin embargo, si hubiera que escoger un rasgo que definiera al monstruo, este no sería la fealdad ni la crueldad, sino la elocuencia. En las páginas finales, en su largo discurso, la creatura se convierte en hermano de Edipo o Macbeth y, sin pretender justificarse, asume su responsabilidad. Son esas palabras finales las que le dan su dignidad trágica y en alguna forma lo redimen: Frankenstein, o de la lectura y la elocuencia.